domingo, 24 de mayo de 2009

Dejar de ser

He visto cosas más graves. Una embarazada llorando en el subte, con la alianza estrangulándole el dedo hinchado y el sobre de una resonancia magnética apretado contra el pecho. Fue un mediodía de febrero y toda clase de humedades se te refregaban en aquel vagón. Los ojos de la embarazada eran cráteres, las lágrimas le caían espesas y finalmente se perdían entre los tres pliegues de su cuello. 

Una tarde vi a una nena colocando una cinta roja en el cuello de un gatito gris. Le acariciaba el lomo y lo llamaba “Mi Bonito”. Hablaba en voz baja y tenía las manos infladas como panes, con las uñas pintadas de nacarado. El gato estaba muerto. 

También conozco a una mujer que fue mendiga en Almagro, fumaba las colillas que encontraba en los cordones de las veredas y todos los viernes se duchaba en el colegio de monjas. Consiguió trabajo como portera. A veces, cuando recoge la basura, abre las bolsas y revisa qué hay adentro.

Las cosas son así. Es inútil que salgas a atrapar un puñado de certezas. Las de hoy van a ser tus cadáveres del viernes a la noche. En algún momento, las ilusiones se suicidan. Dejan de ser. Se cumplen o se reemplazan. No es algo que yo haya inventado y a lo mejor ni siquiera me gusta. Pero es así. Entonces, suponete que una mañana te levantás y me ves sentada en la mesa de la cocina; enfrente de mí hay una taza de te orgánico y un plato con galletitas de gluten. Y no vas a tener que abrir la ventana porque es imposible ese olor a cigarrillo a esta hora. O capaz que me ves preocupada por alguna razón lógica, de esas que no llevan adelante un condicional ni se explican con una levantada de hombros. También puede pasar que empiece a sentirme cómoda cuando me miran, y sonría sin ponerme colorada ni interrumpir lo que estaba haciendo. O que llegue a casa y me deje los zapatos puestos. Y cocine bifes a la criolla, claro, o alguno de esos platos que pedís al delivery de Las Torres. Un día vas a darte cuenta de que explico todo de una manera clara, entendible, y no vas a morderte el labio de abajo cuando empiezo una frase con un “capaz que”. Entonces, voy a contarte todo lo que no te digo cuando me quedo un domingo escribiendo, en vez de ir con vos al cine. 

Si pasa esto, devolveme a esa cama donde pasamos la primera noche. Dejame seguir durmiendo. Y no te despidas. Para qué. Ya no voy a ser yo.  

domingo, 10 de mayo de 2009

Estrelladas

Me parece que los domingos son raros. Hoy a la mañana, por ejemplo, mientras desayunaba (tazón sopero de café y galletitas Rumba), escuché un ruido en la puerta de entrada de mi departamento. Lo primero que pensé fue: “¡Oia!” (o algo así).  Después, analicé: “Hoy no es jueves. Lili viene los jueves. Entonces, no es Lili”. Cuando quiero, puedo ser de lo más deductiva. Y me levanté.  En el living me di cuenta de que alguien forcejeaba con la cerradura. Me asusté, claro. No hace mucho quisieron robar a mi vecino, el Cara de Hormiga. Imaginé que no debía faltar mucho para que la persona consiguiera entrar, y pensé en defenderme. Sobre la mesa hay una vela con forma de estrella, que tiene una base de metal. Es una especie de pisapapeles: debajo de ella van a parar las facturas por vencer y los papelitos con anotaciones que en algún momento consideré importantes. Debajo de la vela hay números de teléfono de vaya a saber quién o qué, y hasta una receta de mermelada. Agarré la base de la vela y me acerqué a la puerta. Un poquito me tembló la voz cuando pregunté quién era. Una mujer me contestó que era la vecina del sexto, que se había equivocado de departamento. Le creí. Convengamos: ninguna de las dos estaba muy en condiciones de juzgar a la otra. 

lunes, 4 de mayo de 2009

Lo que sea

Primera versión:

 Un domingo al mediodía, mi papá llegó a casa y le avisó a la chica que nos cuidaba que iba a llevarme a lo de unos amigos. Ella preparó un bolso con pañales y mamaderas. A lo mejor, mi hermana también vino. No lo sé. Yo ni siquiera tenía un año y todo esto me lo contó una tía. Ella nunca mencionó a mi hermana y tampoco a mi mamá. Algo de esto es más o menos entendible: mi mamá y mi papá no vivían juntos y entonces resultaba fácil cualquier omisión de alguno de los dos en los relatos familiares. Lo de mi hermana, no sé. A veces papá salía con una y dejaba a la otra en casa, como pasó aquella vez que fue con mi hermana al Botánico. Ella tenía tres años y yo, uno y medio o dos. Durante mucho tiempo, muchísimo, los imaginé paseando en aquel parque, charlando y riendo, mientras yo lloraba en casa. Hoy pienso que a lo mejor las cosas no fueron tan así. Por ahí llevó sólo a una porque era bastante complicado maniobrar dos cochecitos de bebé. Sobre todo, con resaca. La vez que me llevó a lo de los amigos se olvidó el cambiador en el taxi. Cuando me trajo de vuelta a casa le contó a mi tía que, como yo sonreía cada vez que alguien me alzaba, me pasé toda la tarde en brazos. Y que nadie hubiera podido imaginar que estaba así de escaldada. Mi tía dijo que mi papá parecía admirado o algo así. Parece que el disimulo es un don familiar. 

 

Después quedó esto:

 Un domingo al mediodía, el padre fue hasta la casa donde vivían sus hijas. Le dijo a su ex mujer que iba a llevar a la más chica a casa de unos amigos. Trató de no gesticular mientras hablaba, para que no se le notara el temblor. Ella dijo que ya estaba harta y fue al cuarto a preparar el bolso con los pañales y las mamaderas. Mientras esperaba, él sentó a la mayor, que tenía dos años, sobre una de sus rodillas y le hizo practicar el silbido. Ella inflaba los cachetes pero no llegaba a fruncir bien los labios al soplar. Se reía mientras lo intentaba. Cuando vio a la madre acercarse con su hermanita en brazos, la hija mayor se abrazó fuerte al cuello del padre. Se quedó llorando mientras él se iba con la beba. El pensó que tenía mucha razón en angustiarse, no era algo bueno lo que estaba haciendo. Una vez había intentado salir con las dos, tuvo que volver al rato porque le fue imposible hacerse cargo de los cochecitos en los que iban ellas.

Ese domingo iba a almorzar a la casa de un matrimonio amigo, que le había pedido conocer a la más chiquita. En la avenida paró un taxi. Le costó bastante plegar el cochecito y, cuando por fin logró subir, le pareció que el conductor lo miraba con una expresión burlona. En ese momento, por quinta vez en el día, tuvo necesidad de un trago. Ya le habían dicho que los primeros tiempos eran los peores. Dormida, la beba le manchó la manga de la camisa con una mezcla de saliva y leche. El trató de limpiarse con una toallita que encontró en el bolso. La aureola que le quedó lo hizo sentir sucio. Apenas llegó a casa de sus amigos, pidió pasar al baño. Se sacó la camisa y refregó la manga con cierto asco. Nunca había logrado acostumbrarse al olor que deja un bebé. Su ex mujer decía que eso era porque él no estaba bien. Todo un síntoma, decía. 

Decidió darle una mamadera a su hija antes de sentarse a almorzar. Fue hasta el escritorio, donde estaba el cochecito, pero no encontró el bolso. Lo había olvidado en el taxi. Decidió no decir nada a sus amigos. Los buenos padres no pierden la comida y los pañales, pensó. Cuando volvió al living, vio a su hija en brazos de su amiga. Sonreía y con una de las manos parecía agarrar el aire. Siempre se mostraba feliz con los extraños. Mejor, se dijo. Más que nunca, esa tarde tendría que ser así. Y aceptó un vaso de whisky. Bourbon. Sin hielo.

 

Ahora pienso: No hay caso, tengo que volver a la primera persona. Capaz que el domingo intento again. Porque algo hay que hacer con esto de los recuerdos. Agarrarlos del cuello, repetirles qué bonitos son, buclearles los lacios, someterlos, inventarles panderetas, confundirles las emes con las eñes. Algo que no sea un ufido. Y que no me haga ser tan buena jugando al solitario.