domingo, 25 de enero de 2009

Que parezca un accidente

Algo pasa cuando, en ojotas, pateás sin querer un adoquín y al ver tu meñique cubierto de una sangre que dan ganas de lamerla, pensás: “Uy, que no se me haya estropeado el esmalte de la uña”.
Alguna vez hablé de esto en terapia: parece que yo evado.
Late y duele como la hostia. Listo. Ya lo dije.

miércoles, 21 de enero de 2009

Coordenadas

En el parque Masai Mara, en Africa, hay un hotel rodeado por un foso que lo separa de la selva. Por las noches, te tirás en una reposera, ahí en el borde, y mirás las sombras que se mueven unos metros más allá. También escuchás los rugidos y pisadas. En ese momento pensás bien de qué lado está lo salvaje. Justo antes de que te dé un poco de miedo.
En Arembepe, todos los mediodías un pescador cocina langosta en el patio de su casa, que en realidad, es un pedacito de playa. La comés con la mano, junto a él y a su familia. Ellos te cuentan de una chica rara que anduvo una vez por ahí, usaba anteojitos y hablaba, poco, en inglés. Dicen que era Janis Joplin. Los nenes te piden que hables español y ríen con risas desdentadas cuando te escuchan.
En Marsella, si te roban el pasaporte y la plata (y no tenés conocidos ahí y el cónsul está de vacaciones), podés ir a pasar la noche en un hall que está a la entrada de la estación de trenes. Al rato vas a estar rodeada de uno, tres y seis clochards. No te conviene rechazar la botella que va pasando de mano a labios, sucios pero firmes. La bebida va a desflecarte la garganta, y puede que también la panza, pero vas a sentirte acompañado.
En el barrio antiguo de San Sebastián hay una casa que, de noche, funciona como bar privado. Sólo sirven té. Tienen cientos de variedades. A los yonquis el que más les gusta es el de rosa mosqueta. La dueña no entiende por qué, pero igual se los da gratis.
En Sintra hay un castillo que funciona como hotel. En la concerjería te lo avisan: a la medianoche podés sentir una corriente fría en tu cuarto. No vale la pena que subas la calefacción. En un rato, la marquesa se irá a otra habitación.
En Buenos Aires estoy yo.

lunes, 19 de enero de 2009

Tentación

Voy a casa de Flor y Rafa a dar de comer a sus gatos y a regar. Sobre la mesa de la cocina está la segunda temporada de Boston Legal. Ellos saben: puedo olvidarme de ir a cuidarles los animales y las plantas pero no de pasar a buscar la serie.
El departamento está oscuro y tiene olor a lugar sin gente. A nada en particular. Me acuerdo del cuento de Carver, el del matrimonio que quedaba a cargo del gato y las plantas de los vecinos, pero ese tipo de curioseo no me tienta. Como las persianas del living están bajas, tampoco puedo mirar a los vecinos. Cambio el agua y las piedritas a los gatos y subo a la terraza.
Sigo las instrucciones que me dieron: coloco en la canilla la manguera más larga y empiezo a regar la tanda de macetas que tengo más a mano. Son como treinta. Hay muchas lavandas y la verdad es que no sé muy bien cuánto agua hay que echarles. Me parece que son de clima frío pero no entiendo qué relación hay entre la temperatura y la humedad. Como parecen secas, las empapo. Con los cactus intento ser un poco más moderada. De pronto, me siento igual que cuando era chica y regaba el jardín de mi tía Gorda, en Florida. Me descalzo y empiezo a jugar con el chorro al arco iris y al tiro más lejos. Hago piruetas. Cuando quiero acordarme, termino de regar todas las plantas de Flor y también la de sus vecinos. La terraza también está inundada. Algo muy parecido a la felicidad me empapa más que las piernas.
Bajo y le mando un mensaje a Flor: “Me acordé. Regué toda la terraza. Pero toda”.
Mañana vuelvo.

domingo, 4 de enero de 2009

Men of my life

En la calle México, las siestas de los sábados eran muy alborotadas. Después del almuerzo, la primera que arrancaba era Mónica, la mayor de las hermanas Mamone, que vivían en el piso de arriba de casa. Ponía a los Beatles a todo lo que daba y se encerraba en el baño, de donde no salía por el resto de la tarde. Ahí se depilaba, se hacía la toca vuelta y vuelta, y charlaba a los gritos con su mamá o con su hermana. Todo con la puerta cerrada. De vez en cuando, al escuchar algún tema en particular, gritaba como si Lennon hubiera aterrizado en su patio.
Como en las llamadas de tambores, al rato se sumaba la música de los Caputo, que vivían en diagonal a nuestro edificio. Eran tres hermanos, que en aquella época tendrían entre 17 y 21 años. Casi siempre arrancaban con los Stones y después seguían con Hendrix y Led Zeppelin. Mónica Mamone subía el volumen de su combinado, pero el de ellos siempre se imponía. A mí me encantaba la música de los Caputo y me hubiera gustado tenerlos de hermanos mayores. Cuando nos cruzábamos en la calle, me saludaban o me guiñaban el ojo y esto ponía muy nerviosa a mi mamá. Es que, además de lo de la música y las drogas, se vestían muy raro: usaban chupines y hasta capas. Estas eran cosas que en Almagro inquietaban mucho.
Un mediodía, cuando volví del colegio, todas las vecinas estaban en las puertas de las casas. Lidya, la madre de las Mamone, hablaba con Palmira, la juguetera de enfrente de casa. Esto me llamó la atención porque estaban peleadas, desde que Lidya la había tratado de carera. Las dos tenían los ojos enrojecidos. Después me contaron que los padres de los Caputo habían sido arrollados por un tren. Iban en el auto con Rodolfo, el dueño de la fiambrería de Quintino Bocayuva, quien también había muerto. En el diario de la tarde salió la foto de un bollito a un costado de las vías: era el Citroën. Ese sábado, Mónica puso la música bajita.
Los Caputo vivían en una casa de dos plantas con muchas ventanas y, durante un par de semanas, todas estuvieron cerradas. Salían muy poco de la casa. Alguien contó que se había encontrado en Boedo con el mayor y que, como respuesta al pésame, recibió una carcajada. Yo me crucé una tarde con el del medio, que iba todo vestido de negro, y le sonreí. El se acercó y me abrazó. Nunca se lo dije a nadie.
Un sábado, la música volvió a sonar fuerte en lo de los Caputo. Abrieron todas las ventanas y dos de ellos se sentaron a comer pizza y a fumar en la baranda de un balcón. Por la noche, se veían las lamparitas de colores que habían instalado en todos los cuartos: algunos se veían completamente rojos. La casa se llenó de amigos y hubo fiesta hasta la mañana. Y fue así por mucho tiempo, incluso durante los días de semana. A veces se los veía a ellos tres solos, bailando entre tanto color. Nunca más cerraron las ventanas.
Nosotras nos mudamos a la pensión y, de ahí, a una casa en la calle Castro Barros. Una noche de verano me encontré en el quiosco con uno de los Caputo. Habían pasado seis años desde la última vez que nos habíamos visto pero igual nos reconocimos, aunque no supe cuál de los tres era. Estaba muy flaquito. Me contó del hermano muerto de sobredosis en España, de unos cuadros y de su enfermedad. También, que siempre había estado un poco enamorado de mi mamá. Nos reímos mucho cuando nos acordamos de los sábados. Le dije que casi siempre pensaba en ellos cuando escuchaba a Hendrix. Antes de irse, me pidió un beso. Dijo que era el de despedida. Y fue así.