jueves, 31 de julio de 2008

Bad night

Hoy a la madrugada escuché los grititos de mi vecina. A lo mejor tendría que haberme perturbado o algo así, pero la verdad es que ni fu ni fa. Es que no es una de esas chicas que generan curiosidad; lo único llamativo en ella es la voz, entre chillona y aniñada. Y algo de esto se colaba en sus “ay, sí”.
Hubiera podido dormirme sin prestarle mucha atención al asunto, si ella no hubiera interrumpido los gemidos para decir: “No”. Pero lo hizo en un tono de frustración. No se escuchaba como uno de esos “no” que niegan o detienen algo. Hubo un rato de silencio y, después, se reiniciaron los gemidos. Pocas veces escuché golpear una cama con tanta furia contra la pared.
Al rato, de vuelta el “no”, seguido de quietud, y otra vez los ruidos. La secuencia se repitió cuatro veces más. Me dio un poco de lástima y también, ganas de trompearlos: por idiotas.
A la mañana, cuando volví del gimnasio, me crucé con ella en el pasillo. Nos saludamos.

miércoles, 23 de julio de 2008

Psicodiferente

En cierta forma, era un caballero. Me presentó a cada uno de los que se acercaron a saludarlo, que fueron muchos. Y no indagó mucho. Se dedicó a tomar té, comer salchichas de copetín, contarme cosas absurdas y mirarme fijo. Cada tanto se sentaba alguien a charlar un rato o le decían algo de mesa a mesa. El contestaba con alguna de sus frases, que todos festejaban. Creo que fue esa noche cuando me dijo que era psicodiferente. Me pareció una buena definición.
En ese bar no pagó y tampoco en el otro que fuimos después. Ahí tomó más té, recitó poesías y me dijo que nosotros dos, juntos, flotábamos muy bien. Yo entendí que era un piropo o algo por el estilo. El dueño del lugar se acercó con una cartulina y le pidió que le haga un dibujo. El empezó a hacer figuras infantiles: la cara de un hombre que se parecía a él, con alas de ángel, rodeado de nubes. Me hubiera gustado que incluya algo de mí, pero sólo agregó su nombre: Federico Manuel Peralta Ramos.
La despedida fue media rara. Mientras esperábamos un taxi, me preguntó si yo era virgen y, después de eso, no dijo ni una palabra más. Cuando yo estaba por subir, me agarró del brazo y dijo: “Llamame”. El se volvió caminando a la casa. Vivía con los padres, en Alvear y Parera.
Salimos algún tiempo, una vez por semana o cada diez días. Ibamos a esos lugares que salían en las revistas: Afrika, Regine, Mau Mau. Yo guardaba las servilletitas, con la fecha anotada, en mi caja de recuerdos. No éramos novios ni nada parecido: por más que bailábamos cheek to cheek, no íbamos más allá de la mejilla. Era algo que me mortificaba. Cuando cumplí 18 años, pensé que algunas cosas cambiarían. No fue así. Una noche de diciembre me explicó que estaba más acostumbrado a las prostitutas. Esa vez me besó mucho, pero no en la boca. Fue algo así como una despedida.
Ese verano, en una casa abandonada de la calle Lezica, dejé de ser virgen. Fue con un tenista de 16.
Cuatro años después, por trabajo, volví a ver a Peralta Ramos. Nos encontramos en La Biela, y, en medio de la charla, él me preguntó si nos conocíamos. No le dije la verdad. Después, fuimos al Einstein. Pero ya no éramos los mismos: él había aprendido a besar en la boca y yo, a sentirlo viejo. Pero no fue la última vez que lo vi.
En el ’91 yo trabajaba como vendedora en un negocio que quedaba en las Cinco Esquinas. Todas las mañanas, Peralta Ramos pasaba caminando por la puerta. Seguía usando camisas con las iniciales bordadas. Un día entró, se acercó hasta un rincón y me preguntó el precio de unas botas après ski. Esto se volvió rutina. Siempre señalaba el mismo par y, después de que yo le dijera lo que valía, se quedaba un rato mirándome fijo. Con el tiempo, y para jorobar, con Hortensia -la chica que limpiaba el local- empezamos a cambiar las botas de lugar. No mucho, apenas unos metros: lo suficiente para desconcertarlo. El se acostumbró rápido al juego. Entraba, revisaba con la mirada hasta que las encontraba y, si yo estaba atendiendo, era capaz de interrumpirme con el par en una mano y la pregunta: “¿Qué salen éstas?”. Después, las dejaba en el rincón donde las había visto por primera vez.
Una mañana no apareció. Se había muerto. A los pocos días, cambié de trabajo.

martes, 22 de julio de 2008

El del monograma

Tenía 17 años cuando una noche, en mi casa de Castro Barros, vi en la televisión a un señor que tenía un monograma chiquito en la camisa. Ese detalle me hizo acordar a mi papá, aunque a él jamás hubiera hablado con tanta desmesura y tampoco se le hubiera cruzado por la cabeza considerarse un pedazo de atmósfera, como el de la tele. Cuando terminó el programa, fui al cuarto y anoté en mi diario: “Me enamoré de Federico Peralta Ramos”.
Me llevó unos días averiguar quién era. Al cuarto, agarré la guía, llamé a su casa y mentí. Le dije que nos habían presentado en el Bar Baro (creo que puse a la Robirosa en el medio) y que él me había dado su teléfono para que lo llame algún día y así, charlar más tranquilos. Me contestó que no se acordaba de nada pero que igual podíamos vernos al otro día, en el bar de la calle Tres Sargentos.
Un año antes, yo había sido lo suficientemente inconciente como para comprarme un vestidito de lana de Dior con la plata del seguro de vida de una tía. Fue el que usé aquella noche. Un amigo me llevó en su Citröen 3 cv; supongo que yo debía estar muy nerviosa, porque durante todo el camino ensayé frases para salir más o menos bien parada, si él seguía insistiendo con eso de que no nos conocíamos. No hizo falta: esa noche le tocó mentir a él. En un momento dijo que sí se acordaba de mí. Y después me preguntó si yo sabía que él tenía 43 años.

(Sigo mañana. Ahora me agarró sueño).

domingo, 13 de julio de 2008

Otra que el Proust

Este llegó por mail, de parte de alguien que me cae muy bien. Tuve que editarlo, porque era un poco largo.

1. Le pedís deseos a las estrellas? Más vale.
2. Te gusta tu letra?
Le tengo cariño.
3. Si fueras otra persona, serías tu amigo?
Obvio.
4. Sos sarcástico?
Es un sistema de autodefensa tan legal como el gas paralizante.
5. Cuál es tu cereal preferido?
En una época, el que venía en el bourbon.
6. Creés que sos fuerte? En algunos aspectos.
7. Tu helado favorito? Mousse de maracujá
8. Cuánto calzas? 38, 7 y 1/29.
Que es lo que menos te gusta de vos?
Mis miedos
10. Lo último que comiste hoy?
Un bombón de Compañía de Chocolates. Ahora voy por otro.
11. Qué estás escuchando en este momento?
Grillos
12. Trago favorito?
Puro
13. Deporte favorito para ver por TV?
San Lorenzo
14. Lentes de contacto?
Contacto sin lentes
15. Comida favorita?
Todas las que no sean sesos, tripas y coliflor.
16. Día (o días) Favorito (s) del año?
365, descontando los bad days
17. Besos o abrazos?
Han cantado bingo en la sala!
18. Qué libro estás leyendo?
Ayer desistí de la Mansfield.
19. Qué hay en tu pared?
Living: cuadros de subtes de ciudades donde estuve y uno de hoteles de París. Cuarto: poster enmarcado de tablao madrileño donde pasé cumple, robado junto a Pepe Grillo, posavasos de Café Ducados y una mariposa.
20. Dónde es lo más lejos que has estado de tu casa?
Moscú, supongo. Soy mala para la geografía.
21. Que detestás?
Que me hagan sentir mal
22. Que olores te gustan?
El del cuerpo del hombre que está conmigo.


Yo le agregaría:

-Te arrepentís de algo?
No creo que tenga mucho sentido. Pero me hubiera gustado ser menos arisca cuando quería ser dulce.

-Qué es lo que más te gusta de vos?
Que me caigo muy bien.

-Qué es lo que más te importa en la vida?
El cariño.

-Hay algo de vos que tratás de no mostrar?
Además del piso sin barrer? Algunas inseguridades y desconfianzas. Pero nunca me sale del todo bien.

lunes, 7 de julio de 2008

Malos augurios

Las cosas no estaban muy bien en aquel tiempo. Acababa de cortar con un novio por un motivo tan trágico como las alas de una mariposa: me gusta que me quieran de una manera que no era la que él tenía. Creo que uno puede decirle al otro “en esta casa no se barre de noche” o “aflojá con el folklore”; pero no, que sienta diferente: eso sería pedirle que fuera otra persona. Pero tampoco es que soy Santa Clara de Asís; hasta que me di cuenta de esto, pasaron varios meses de empecinamiento. Finalmente tuve que entenderlo. Una noche se lo expliqué y al despedirnos, nos dimos uno de esos abrazos llenos de tristeza, cariño y entendimiento. Fue algo muy lindo. A los pocos días lo llamé, le pregunté si me extrañaba y empezamos a salir de nuevo. Pero esa vez no duramos mucho: hasta nos olvidamos de decirnos adiós.
Además de este asunto, en un mes tenía que mudarme porque no me renovaban el contrato de alquiler y en el trabajo las cosas estaban un poco más que tensas. Fue inevitable: primero se rompió la medianera de vidrio que separaba mi balcón del vecino; después, la plancha y por último, la aspiradora. Parecía que la casa seguía mis pasos. Durante un tiempo me sentí muy mal por todo. Después, algunas cosas se arreglaron.
Hace tres semanas se falseó la tecla de la luz de la cocina. Fui hasta la casa de electricidad de acá a la vuelta y ahí me explicaron cómo cambiarla. Lo hice y durante un día me sentí muy orgullosa de mí misma, hasta que hubo un chisporroteo y me quedé otra vez sin luz. Al mismo tiempo, el tanque del agua del inodoro empezó a perder. Al principio fue sólo un hilito que caía de lo más sonoro sobre la loza, pero parece que eso no le alcanzaba y pronto empezó a salir una cascada en la pared cada vez que apretaba el botón.
El primer electricista que vino era tan expeditivo como panzón. Apareció sin caja de herramientas, se asomó a la cocina, habló de cableados y presupuestó 180 pesos. Protesté y cada uno de los dos terminó enojado con el otro. Al final, Zully -la encargada de casa- consiguió un chico que arregló la lámpara por 15 pesos. Después llegó el turno del plomero, que lo solucionó todo en media hora. Y de vuelta fui feliz. Es que cuando las cosas no funcionan me siento tan incómoda como desvalida.
Por eso me puse tan mal cuando hace unos días volvió a aparecer la cascadita. Y más, cuando el jueves el calefón amaneció con una llama chiquita, que no hubo forma de hacer crecer. Zully me dio las llaves de su departamento y todos los días me baño ahí. Al principio subía con un bolsito pero ahora ya simplifiqué bastante el trámite. Hoy, el vecino del séptimo ni pareció mosquearse cuando me encontró en el ascensor con la toalla como turbante en la cabeza. Hizo un comentario sobre el tiempo y le contesté: “Ah, ni me hables de eso”, como si la niebla fuera responsable de todos los absurdos.
Mañana vuelve el plomero. Espero que solucione todo. Los desperfectos en cadena me inquietan de una manera muy irracional.

martes, 1 de julio de 2008

Cristina

Había que hacer méritos para destacarse en una familia como la nuestra. Mi prima Cristina lo logró. No fue sólo por lo físico: su obesidad era un detalle menor. Cada vez que hablaban de ella, la charla concluía con un: “Siempre fue brava”.
Era la hija mayor de mi tía María Angélica, una de las hermanas de mi mamá que estaba casada con un militar y vivía en Mendoza.
Antes de cumplir los 18, Cristina fue mamá. Soltera. Cuando se enteraron del embarazo la echaron de la casa, pero al tiempo de nacer Anita volvieron a vivir todos juntos. El papá de Anita era un señor casado que la reconoció muchos años después. Todo esto me lo contó Cristina, una de las veces que vino a Buenos Aires. Yo creía que era viuda, como me había explicado mi mamá. Cuando le pregunté si extrañaba al marido, me enteré de la verdad. Cristina nunca mentía. Pero no era sólo por esto que yo la adoraba, sino porque ella me quería mucho. Cuando venía a visitarnos dormíamos juntas; ella me abrazaba y me pasaba la mano por el pelo, como hacen las nenas con las muñecas.
Y sí: era brava. En la esquina de mi casa de México vivían gitanos. Cada vez que yo daba vuelta a la manzana en bici, me demoraba espiándolos. Una de esas tardes, salió la abuela gitana, que fumaba en pipa, y me gritó. Cristina, que estaba en la puerta de casa, vio todo. Entonces, fue hasta lo de los gitanos, entró sin pedir permiso, agarró un triciclo que estaba en el patio, salió con él en los brazos y lo revoleó al medio de la calle. Después de eso terminé haciéndome amiga de los gitanos más chicos. Les dije que Cristina era una de mis mamás.
En otro viaje tuvo un romance con nuestro primo Robertito. Los pescaron y terminaron escapándose a Mendoza, donde vivieron juntos durante un tiempo. Yo le escribía muchas cartas y las contestaciones de ella llegaban en el fondo de las encomiendas con dulces caseros que casi todos los meses nos mandaba tía Angélica. El de tomate nunca me gustó.
Un día, mi prima vino a vivir a Buenos Aires. Antes de eso, en una pelea, Anita le había dicho que prefería vivir con un papá que no la quería antes que con una loca. Cristina armó dos bolsos: uno fue a parar con Anita a la casa del señor casado y ella tomó un micro con el otro. Volvimos a compartir el cuarto. Acá, empezó a trabajar en la fábrica de corpiños Peter Pan, con los jirones de tela elastizada que traía, me enseñó a hacer polleritas hawaianas para las muñecas. Le mandamos una a Anita.
No pasó mucho tiempo hasta que nos presentó a Carlos, su novio. Parecían muy enamorados; además, él me quería tanto como ella, hacía muchos chistes y me llamaba Ferni. Era morocho, medio pelado, con bigotes y suboficial. Parece que después lo ascendieron y pudo mudarse con Cristina a un departamento en la calle Sarandí. Fueron los primeros de la familia en tener televisor color. No uno, sino dos. La casa de ellos empezó a llenarse de electrodomésticos y muebles, casi todos usados. Aunque ahora tenía dos hijos y bastante plata, Carlos ya no era un hombre alegre. Hablaba de cosas violentas y más de una vez mi prima terminó llorando en la cocina, abrazándome y pidiéndome que no creyera nada. Dejamos de verlos durante un tiempo.
Carlos se murió. Dijeron que lo había matado la guerrilla, en una emboscada. La historia es un poco confusa. Cristina pasó la noche en una comisaría militar porque todas las balas eran del arma de Carlos. Iban en el auto con sus dos hijos y después de algunos meses, la mayor, que tendría tres años, todavía se golpeaba la cabeza con el dedo índice y decía: “Mi papá, pum pum”. Igual, a él lo sepultaron con honores y mi prima estuvo todo el tiempo al lado del cajón. Mi mamá no quiso que vayamos al entierro.
Volví a ver a Cristina hace dos años, cuando un tío cumplió los 90. Nos abrazamos fuerte. Se notaba que había ido a la peluquería, pero igual estaba llena de canas. Parecía una viejita. Me miró raro mientras yo le hablaba de los gitanos y las polleras hawaianas. Dijo que ya se había olvidado de muchas cosas.