domingo, 28 de diciembre de 2008

Hoy tiré papeles. Muchos.

Supongo que estaba un poco fregada cuando escribí:
Y ya sé que estás cansado de perderte.
Yo también jugué con esos laberintos
y tampoco me encontré donde quería.
Si querés, podés lamerme las heridas.

Y ya ni me acuerdo quién me provocó:
Si no te importa, yo me quedo acá.
Afuera está frío y hay coyotes;
además, tiré la llave de mi cuarto
desde el balcón a la vereda de tu casa.

Eran letras de algo que nunca llegó a ser canción, porque no sé música.


También había fragmentos de días de desolación. Como éste, de 1996:
Al final, siempre es la vieja putada del pasado repitiéndose hasta más allá del basta. No sé si quiero seguir escuchando frases. O inventariar una confianza que se declaró ajena. La única certeza que logré hacer sobrevivir es la de no dejarme herir. Y sigo buscando protección en sábanas ajenas, con los terrenos tan confundidos como las intenciones. Mientras trato de entender de qué se trata todo esto, los errores continúan su esmerilante sumatoria. Queman la nariz y la sonrisa. Trato de convencerme de que no me importa y de ser una extraña en cada una de mis insistencias.

Ni siquiera hizo falta una bolsa de consorcio: entraron en una chiquita. Creo que empecé a sacarme de encima algunos pasados.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Algo así

Nunca devuelvo los tupper. No es que tenga una gran colección. Hay uno o dos que son de mi hermana y el tercero, ya ni me acuerdo. Pero me pareció importante decírselo. A lo mejor no fue una buena decisión: hacía sólo media hora que nos conocíamos.
-Nunca devuelvo los tupper.
-Ya sé lo que no tengo que prestarte. Es un buen dato. ¿Y libros y CDs…?
-Eso, sí. Me pasa con los tuppers, nomás.
-¿Y no te los reclaman?
-Nunca. Si no, los devolvería.
-Entonces, le estás dando hogar a unos tuppers huérfanos. ¿Y comida?
-No, sólo techo.
-Igual, es conmovedor.
No sonrió ni una sola vez mientras hablábamos esto y decidí que me caía bien. Muy bien, en realidad. Porque cuando después empezó a llover fuerte, las calles se inundaron y corrimos tres cuadras hasta mi casa, Miguel me tapó con su campera. En el living, me dijo: “Según tu agenda, podemos vernos lunes, jueves, sábados y domingos. Igual que los novios de antes. Bueno, tan mal no les iba…”. Y empezamos a salir.
Mi perro murió el año pasado. Era un golden retriever y se llamaba García. Estaba viejito cuando le salieron los tumores. Primero en el lomo, después en las patas y al final los tenía adentro. Lo llevé al veterinario y a un homeópata para animales. Como García ya no podía subirse a mi cama, le hice una con mantas, al lado de la mía. Ahí echado, todas las noches abría la boca y tomaba lo que yo le daba: gotas, globulitos, jarabe… Después, me miraba e intentaba lamerme la mano. Yo me acostaba al lado suyo y lloraba. Una tarde fui con su foto a ver a un sanador en José C. Paz. No pensé que se iba a armar tanto escándalo.
García se murió a los pocos días. No lloré. Tenía muchas ganas, pero estaba tan triste que no podía. Dormí una semana en el piso, sobre las mantas. El médico laboral me mandó a una psicóloga. Hablé mucho de García y no se me cayó ni una lágrima. Nunca más.
No le conté esto a Miguel. Cuando vio la foto de García en una de las bibliotecas, preguntó como se llamaba. Así, en pasado. Yo estaba colocando un CD y debo haber contestado con voz rara, porque se acercó y me abrazó. Supongo que tendría que haberme conmovido, pero la verdad es que me sentí incómoda y me fui enseguida a la cocina, para preparar café. Al rato, apareció él. Me preguntó si tenía hambre. Lo pensé y terminé haciéndole un gesto. Algo así como: “No mucho. A lo mejor, nada”. Cuando no sé qué decir, hago muecas. El a veces juega a interpretar esos gestos; inventa diálogos y nos reímos. Esa noche no lo hizo.
Miguel es inteligente, aunque le gustan las películas de acción y a mí, no. Entonces, mirábamos series. Un fin de semana vimos la quinta temporada de “Los Soprano”. El nunca la había visto pero no tuve que explicarle nada. Y si no entendió, nunca me enteré. Ese domingo cocinó pollo a la sal y estaba riquísimo. La vez que preguntó por García, habíamos empezado a ver una serie sobre un psiquiatra: creo que se llamaba “Huff”. Cuando terminó el primer CD, me levanté para vaciar el cenicero. El siempre fuma más que yo. “No es muy creíble”, dije. Como él no contestaba, seguí opinando. Siempre hago lo mismo. Hablo de más. “Ni siquiera es escéptico y, encima, le cae bien a todo el mundo. Yo no confiaría en alguien así, que ayuda al mendigo, a la madre, al amigo… Por más que se le mate el paciente y que se encargue de enloquecer más al hermano, en el fondo, el tipo es feliz”.
-¿Y eso está mal?
-Es encantador… Si sos fundamentalista de la alegría.
-¿No se te está yendo la mano con el cinismo?
Hice una mueca, como para hacerle entender que no sabía. Pero él insistió. Creo que no hablaba sólo de la serie.
-Cuando parece que está todo bien, saltás con un martes 13. Y como no entiendo qué te pasa, me siento un tarado.
-Tampoco es para hacerse la víctima. Fue un comentario, nomás.
-¿Ves? Ya estás atacando de nuevo.
-No es para tanto.
-Está bien. Por lo menos, contestaste con palabras.
-Ahora el cínico sos vos.
-No. Lo único que hago es tratar de entenderte.
-A ver… Es un poquito difícil de explicar. Supongo que desconfío de algunas cosas.
-Lo de la felicidad quedó claro. ¿Y de qué más?
No me di cuenta de que estaba haciendo una mueca hasta que lo vi sonreír. Creo que en ese momento los dos nos aflojamos un poco. Era la primera vez que discutíamos. Pensé en contarle que García era lo más confiable del mundo para mí. Las cosas podían irme bien o mal, pero él estaba ahí. Había que sacarlo a pasear, cuidar que no se pelee con el boxer de la calle Nicaragua, darle mucho agua, hablarle y rascarle el cuello. No existía nada que pudiera robarme estas cosas. O eso creía yo. Estoy segura de que Miguel lo hubiera entendido. Era yo la que no podía decírselo.
-También desconfío de las casas con jardín.
-Ahora sí se puso interesante…
-En serio. Me parecen maquetas y eso me da un poquito de miedo.
-No me jodás.
-Es que no entiendo bien de qué estamos hablando.
-Voy a tratar de ser claro. Salimos hace tres meses, ¿no?
-Sí.
-Te quedás con tuppers ajenos pero igual salimos desde hace tres meses.
Miguel tiene esas cosas. Dice una frase así y dan ganas de besarlo y besarlo. En realidad, yo nunca lo hice. Me da vergüenza, o algo así. Entonces, le sonrío. Pero esa noche no me dio tiempo ni a eso, porque siguió hablando.
-Te quedás con tuppers ajenos pero igual salimos desde hace tres meses. La pasamos bien, no hay conflictos y estamos mejor juntos que cada uno por su lado, ¿no?
-Sí.
-Entonces, ¿por qué te la pasás levantando una pared?
-No entiendo.
-La otra noche, cuando dije “te quiero” me hiciste sentir un imbécil. Ni siquiera contestaste “yo también”.
-Estábamos en la cama…
-¿Y qué?
-En la cama uno a veces dice cosas que por ahí no siente tanto.
-¿De quién hablás? Vos nunca dijiste “te quiero”, y yo tampoco.
-Por ahí esa vez estabas más entusiasmado. Qué sé yo…
-¿Pero querés saberlo?
-Dale, contame-le mentí, porque ya lo sabía.
-No sabés lo pelotudo que me sentí después de decírtelo.
-Pero yo pensé…
-Sí, ya sé. Vos pensás y yo siento. Funcionamos así.
-Pará, Miguel.
-No, sigamos. Porque como soy tan pelotudo, encima quiero saber qué sentís vos.
No pude evitarlo. Me salió un gesto. Pensé que iba a enojarse pero echó la cabeza para atrás y la apoyó en un almohadón.
-Miguel…
-Dejá. Ya está.
Me hubiera gustado explicarle que sí lo quería y que no siempre uno ignora lo que calla. Pero no pude hacerlo. El se puso las zapatillas y yo me levanté para abrirle la puerta. Tuve ganas de darle un beso, pero hubiera tenido que agarrarlo de la campera o acercarme de alguna manera extraña, porque él estaba delante de mí, bajando las escaleras.
Cuando volví, saqué las mantas de García del placard.